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martes, 13 de abril de 2010

Un truculento pasado antes del éxito

Juliet Marion Hulme llegó al mundo un 28 de octubre de finales de la década de los 30. Nació en el coqueto barrio de Blackheath, al sudeste de Londres.

Era aquella sin duda una época socialmente convulsa. Seguramente esto incidió en cierto modo en que su infancia distase bastante de ser un período feliz de su vida. Pero hubo otros factores más importantes. En primer lugar, sus padres se vieron inmersos en un complicado proceso de divorcio cuando Juliet apenas había superado la pubertad. Además, previamente, siendo tan sólo una niña, los médicos le habían dado una de las peores noticias posibles: Juliet padecía de tuberculosis. Y, por aquella época, aquél solía ser un mal caprichoso, que parecía escapar a cualquier control médico que sobre él quisiera ejercerse.
Juliet Marion Hulme se convertiría, ya en su edad adulta, en Anne Perry, a buen seguro bien conocida por cualquier interesado en la novela negra al más puro estilo Agatha Christie. Escritora con vocación más bien tardía, ha escrito hasta el momento más de 50 novelas. Casi todas ellas resultan de corte policíaco o detectivesco. También pueden encontrarse varias antologías de relatos de esta autora de temática similar.

martes, 6 de abril de 2010

"Un final perfecto"

Javier apagó su ordenador portátil, cerró sus ojos marrones, y se los restregó con los dedos. Desconectó también la pequeña y solitaria bombilla que iluminaba la mesa de estudio en la que llevaba horas instalado. Así, parte de su cuarto se vio iluminado sólo por los pequeños hilos que la luna llena lograba colar a través de la ventana. Había sido una noche tormentosa: el ulular del viento había acompañado a Javier durante cada uno de los párrafos que había estado escribiendo, y la lluvia no había cesado de azotar los cristales.

Pero al fin, tanto tiempo frente a la pantalla le había reportado su recompensa: había concluido aquel maldito capítulo en el que llevaba días trabajando. Sería el penúltimo de su novela. Tenía que reconocer que, desde un primer momento, aquel proyecto había sido diferente a cualquier cosa. Y, si alguna vez se había visto sumido en la desesperación, había sido durante aquellos días. Ahora, era agradable comprobar el resultado.
Javier era un joven de diecinueve años, reservado y extraño para quienes sólo le conocían de vista. Se había graduado el verano pasado y había estado trabajando hasta bien entrado el invierno. Pero, casi desde que era un niño, su pasión había sido escribir, y la lectura. En esos menesteres ocupaba gran parte de su tiempo libre. Ahora estaba desempleado y disponía de bastante, por eso se había decidido a arrancarse con la novela. Sabía que ninguna editorial le haría caso, por eso publicaba cada lunes un nuevo capítulo en una página web especializada. No conseguiría un beneficio económico, pero disponía de algunos lectores fieles.

Satisfecho, dejó entreabierta la ventana, como cada noche tras el invierno, y se metió en la cama. El frescor de las sábanas era agradable al tacto para su cuerpo, ligeramente sudoroso. Antes de cerrar los ojos, torció su rostro para observar los dígitos brillantes del despertador. Eran las cinco y dos minutos de la madrugada, y Javier se dispuso a dormirse. Aquella noche soñó de nuevo con Rebeca.
A la mañana siguiente, pese a haber trasnochado, se despertó muy temprano, quizás a causa simplemente del frío. Permaneció unos momentos con los ojos cerrados, reticente a abandonar el lecho, tratando de volver a dormirse. Fue incapaz, así que finalmente se puso en pie, cerró la ventana y entró en el baño a asearse. Por último, agarró su portátil y se dirigió a la cocina dispuesto a servirse un copioso desayuno. Estaba hambriento.
El olor le advirtió que las dos tostadas que había depositado en la sartén ya estaban hechas. Javier vivía solo en aquella casa de dos plantas, al más puro estilo indiano, en el corazón de la cuenca minera asturiana. Allí había decidido realizar las prácticas obligatorias de su especialidad, para alejarse del mundo en que vivía y tratar de empezar de nuevo. Tras finalizar sus prácticas, la propia empresa le había ofrecido un contrato en toda regla, que él había aceptado sin dudar. Todo con tal de no regresar al mundo en que había crecido. Ahora que el contrato había expirado, Javier se aferraba a sus posibilidades de quedarse. Pero cada vez era más difícil justificarse. El alquiler de la vivienda era elevado y eran sus padres los que lo soportaban. Le instaban constantemente a regresar. Pero Javier se negaba a ello. No quería volver porque, en parte, odiaba ya su pasado al contrastarlo con el presente. Muchas veces incluso se convencía de que odiaba a su familia. Era consciente de que les debía todo lo que era, pero era incapaz de mantener la típica relación afectuosa padre-hijo con ellos. Nunca habían sabido comprenderle.
Así que había vivido sólo en aquel viejo caserón. Bueno, en realidad, también estaba Rebeca, pero su relación se había ido a pique hacía algunas semanas. Se habían conocido en la empresa y había sido casi un flechazo. Durante meses Javier había creído firmemente que todo saldría bien en aquella ocasión, que pasaría el resto de su vida a su lado. Pero había terminado por darse cuenta de que se sentía mejor solo, sin ataduras, sin tributos a pagar. No estaba hecho para estar con nadie, por mucho que hubiese intentado convencerse de lo contrario, y por mucho que Rebeca le hubiese tratado mejor que nadie antes. Aunque visiblemente ella intentaba pasar página, Javier sabía que le había hecho mucho daño.
Un olor más acre e intenso le hizo abandonar súbitamente sus pensamientos. Las tostadas se habían quemado. Blasfemó en alto y las arrojó en la papelera, disponiéndose a preparar dos más. Después, regresó junto a la pantalla del portátil y abrió la página web en la que colaboraba para leer las últimas valoraciones de sus lectores hacia su historia. Por lo general, eran buenas. Algunos destacaban la tridimensionalidad de los dos personajes, otros la crudeza e intensidad de la trama, y muchos coincidían en la habilidad de Javier para dotar lo relatado de un importante matiz de realidad. La novela trataba de un hombre, Dave Coney, que mantenía prisionera en un refugio forestal semiabandonado a su ex-pareja, Rebeca. Un buen amigo no había pasado por alto la coincidencia y, tras leer los primeros capítulos, le había comentado a Javier que darle a un personaje de su novela el nombre de Rebeca era en parte como resistirse a asumir su marcha. Lo que equivalía a reconocer tácitamente que se había equivocado al romper con ella. Javier, simplemente, había escuchado aquella teoría esbozando una sonrisa sardónica.

Apurando las tostadas, Javier comenzó a pensar de nuevo en Rebeca. Pero no en la Rebeca a la que un día había besado, sino en la Rebeca de su relato. Le gustaba imaginar giros argumentales, varias posibilidades para plasmar en su relato antes de ponerse a escribir. Le gustaba imaginar las escenas, dejar que se desarrollasen en su cabeza, para después optar por la mejor e incluirla en su historia. Así, al fin y al cabo, se escribía. Saber trenzar frases estaba muy bien, pero era aún más importante tener una esencia para combinar palabras. Él, siempre que se situaba frente al teclado, procuraba tener una bastante sólida. No obstante, los finales eran siempre lo más complicado, siempre cabían retoques y modificaciones. Y tenían que ser buenos.
Mientras subía a la web el penúltimo capítulo, el que había concluido la noche pasada, sonó el teléfono. Javier se levantó para atender la llamada. Era Daniel, su amigo y su mejor crítico literario, que le citaba para tomar una copa aquella noche. Pese a ser lunes, accedió. Su madre también llamó más tarde, para informarle a grandes rasgos de que dejarían de pagar el alquiler. Él replicó que habían vuelto a contratarle en la empresa y que, con su sueldo, pagaría el alquiler en caso de que unos padres pretendiesen dejar a su propio hijo en la calle. Por supuesto, no era cierto, pero Javier pensó que aquello calmaría los ánimos por una temporada. Salió a correr por la cuidad, como acostumbraba a hacer durante la mañana, y por la tarde hizo la compra y algunas labores domésticas sin demasiada importancia.
El resto de la semana transcurrió con normalidad y la rutina propias de un escritor desorientado en su propio argumento.

Eso fue hasta el sábado. Aquella noche salió hasta altas horas, como tenía por costumbre. Mientras conducía de vuelta a casa, ya se sentía ese extraño estado de excitación que una súbita inspiración trae consigo. No era posible expresarlo con palabras. El desenlace iba tomando forma a cada curva, cada vez con una certeza más potente. Javier pisó el acelerador. Ansiaba llegar a casa y ponerle la guinda a aquello en lo que había estado trabajando en los últimos meses.
Una vez en casa, Javier se quitó su gruesa chaqueta, la colgó en el perchero, y se dirigió a la cocina. Allí, se sirvió un vaso de agua del grifo mientras se descalzaba. Se desvistió y se puso el pijama para sentirse más cómodo en casa. Su ropa yacía, como siempre, desparramada por su cuarto. Tendría que ordenarlo todo a la mañana siguiente. Entró al baño, se cepilló los dientes, y se lavó la cara. Después, puso rumbo al sótano.
Las bisagras de la pequeña puerta que comunicaba la cocina de la casa con el sótano emitieron su particular quejido de óxido. La puerta se abrió con lentitud. El joven presionó el interruptor de la luz y comenzó a descender a través de los pequeños escalones de madera carcomida. Notaba punzadas gélidas en sus pies a cada paso. Caminaba descalzo, había olvidado las zapatillas arriba. Cada una de sus pisadas reverberaba en la amplia estancia del sótano de modo peculiar, adaptándose a la acústica de estos lugares como un pie húmedo a un calcetín. Una única bombilla, enclavada en una suerte de lámpara con forma cónica y de color rojo, servía como iluminación. Despedía una luminosidad no demasiado intensa, pero lo suficiente como para permitir distinguir a simple vista las numerosas partículas de polvo en suspensión que flotaban en el aire.
Rebeca le miraba desde el centro de la estancia, con aquellos ojos suyos tan claros. Parecía agotada. Sus cabellos morenos, humedecidos por el sudor, se acumulaban en torno a su frente. Se antojaban casi adheridos a ella. Su tez se había palidecido hasta adquirir un tono blanco casi macilento, y unas rugosas bolsas negruzcas se habían generado bajo sus ojos. Como una mala sombra. Un arcaico pedazo de cinta americana silenciaba todas sus palabras, y buena parte de sus lamentos. Por un momento, Javier meditó el hecho de permitirle expresarse, pero lo rechazó con rapidez. Seguro que todo sería mucho más difícil al escuchar su voz.


Pese al método casero de mordaza, Javier percibió claramente los gritos de Rebeca mientras se dirigía a una mesa próxima y se hacía con el cuchillo que descansaba sobre ella. Las miradas de los dos se cruzaron mientras Javier se aproximaba a la silla en la que su ex – pareja permanecía inmovilizada. Reparó en que la mirada de Rebeca había cambiado por completo: Previamente, mostraba un aspecto vacilante, suplicante. Ahora sus ojos, desmesuradamente abiertos, irradiaban puro terror. Gruesas lágrimas se precipitaron por su rostro al notar cómo el frío filo comenzaba a acariciar su cuello. La chica respiraba frenéticamente y luchaba por liberarse de sus ataduras, efectuando violentos movimientos.
-          Si sigues moviéndote, esto será mucho más difícil. – Aseveró él, sin albergar demasiadas esperanzas de persuadirla. Pero, extrañamente, Rebeca le hizo caso. – No te preocupes, todos estos días aquí abajo se acabaron. Se acabó todo. Te he hecho mucho más daño del que mereces. – Continuó él, pero el inminente llanto comenzaba también a hacer mella en la firmeza de su voz. – Lo he pensado mucho y creo que lo único que puedo hacer para compensarte es evitarte cualquier daño futuro que puedan hacerte. Supongo que te dolerá un poco al principio… Ojalá puedas perdonarme por esto algún día.
Rasgar el tejido humano resultaba mucho más parecido a cortar una manzana que lo que Javier había supuesto. Tardó un poco más de lo esperado, pero al fin consiguió un corte profundo en el cuello. La sangre comenzaba a surgir a borbotones, mezclándose con el sudor, y dando lugar a una macabra mezcla de un tono rojizo claro. Rebeca había comenzado a agitarse de nuevo, y mantenía sus ojos cerrados mientras continuaba esforzándose por que alguien comprendiese sus palabras, y gritaba descontroladamente. Javier realizó cortes algo más superficiales en sus brazos y muñecas, de los que comenzó también a manar abundante líquido vital. El cuchillo, teñido ya de rojo, temblaba en su diestra, y también él sollozaba hasta el punto de que las lágrimas llegaban a nublar su vista. Jamás había supuesto que aquello fuese tan complicado. Rebeca continuaba agitándose en la silla, ya por pura impotencia.

Algo indescriptible, que nunca había sentido, impulsó a Javier a ponerle el broche a su macabra obra: trazó dos nuevos cortes, lo suficientemente profundos, que partían desde la unión de los labios de Rebeca y atravesaban cada uno de sus pómulos. Como un mal recuerdo, llegó a su mente aquella sonrisa que tanto le gustaba. Pensó que en aquel momento había creado la más horrible, y desde ese momento procuró alejar su mirada de lo que quedaba del rostro de Rebeca. Se limitó a atravesar el pecho de ella con el filo, y a aguardar el último estertor. Hubieron de transcurrir aún unos minutos.
Una vez cesaron los gritos, el llanto y cualquier movimiento, Javier regresó a la planta superior. Sus manos y su pijama estaban prácticamente empapados en sangre, pero no se detuvo a limpiarse, ni se molestó en mudarse de ropa. En aquel momento sólo tenía una aspiración, y era comenzar a teclear de nuevo en su portátil. Porque, al fin y al cabo, ya lo tenía.


········Aquel era un final perfecto.