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lunes, 26 de julio de 2010

Hilos

        En el fondo, la vida parece basarse sólo en tejer. En confeccionar nuestro disfraz. Luchamos por lo que queremos o por lo que creemos querer, con la paciencia y la perseverancia de la abuela que pretende regalarle a su nieto un jersey por su cumpleaños. Y guste o no el regalo finalmente, experimentamos la llana sensación de haber concluido lo que empezamos. Lo que un día nos propusimos terminar.
        En realidad, no importa demasiado si al chaval de cinco años le ha gustado o no su regalo. Dentro de un año, siendo bastante optimista, el crío descubrirá un nuevo obsequio que le animará y, seguramente, el jersey terminará arrojado en cualquier rincón. La abuela contemplará cómo su esfuerzo ha resultado inútil. Si avanzásemos otro año más, el muchacho habría crecido y ni siquiera podría vestir aquel jersey en el que su abuela había puesto tanto empeño.

       Quizás ya entrando en la pubertad, aquel joven descubriría la prenda en una de las limpiezas rutinarias de su cuarto, o en el fondo de algún cajón. Quizás incluso recordase vagamente su dibujo descolorido en la pechera. Quizá tratase de conservarlo, pero no tardaría en darse cuenta de lo absurdo de su intención, pues lo que un día había sido un elaborado y colorido jersey se habría convertido en una tela inútil: los hilos ya se habrían roto.


        Existen otros hilos que tardan más en hilvanarse. Aunque es un proceso casi inconsciente, rayano en lo automático. Apenas nos damos cuenta de que nuestra vida gira en torno a ellos, pero están ahí, y nos reportan las mejores prendas, los vestidos más valiosos. Quizá por eso nos convencemos de que son algo así como indestructibles, inmunes a la vacua caducidad que lo impregna todo.
        Cuando llega el silencio, tan firme como injusto, llega la hora de asentar los pies en el suelo. Es mejor no buscar causas. Quizás simplemente el egoísmo pondera. Es mejor dejar las cosas como están. El tiempo es el juez más justo.
        Cuando atrae a la decepción, y es esa estrella brillante que nos había guiado la que falla, encontramos pocos huecos a los que aferrarnos. Conservamos pocas fuerzas para el necesario Gran Salto. Albergamos esperanzas al tiempo que las quemamos, mucho antes de que arraiguen.
·
        ¿Es entonces cuando esos otros hilos han terminado también por deteriorarse?


...De Buenos Aires a Madrid

sólo hay un charco

y desde tí hacia mí

no salen barcos...

(C. Chaouen)

domingo, 11 de julio de 2010

La lechuza (Parte 2/2)

        Iris no volvió a ver a su abuela. Pasaron días hasta que sus padres reunieron voluntad para contarle qué había pasado realmente, aunque Iris sospechaba que algo no iba bien, porque siempre estaban muy tristes y silenciosos, incluso a la hora de comer. La abuela había muerto aquella misma noche en que Iris había mantenido su última conversación con ella. La muchacha se pasó varios días encerrada en su cuarto, sin salir apenas para comer e ir al baño. Sentía que había perdido mucho más que a un familiar cercano: había perdido a la única persona en la que podía confiar sin censuras cualquier cosa, incluso los pensamientos más íntimos. No le gustaban los funerales, pero pidió a sus padres ir al de su abuela sólo para comprobar que efectivamente hubiese algún tipo de cruz cercana a su lecho eterno.
        Iris era una persona de actuar, lo había descubierto junto con su abuela aquella última noche. Y en aquel caso no iba a ser una excepción.
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        Habían pasado dieciséis años, pero todo seguía prácticamente igual, salvo por que la hierba estaba alta y descuidada. La  casa, de la que Iris se había mudado junto con sus padres tras la muerte de la abuela, se conservaba muy bien, y en apariencia aún resistía los duros inviernos del norte. Nadie la había habitado desde entonces: sus padres habían perdido toda esperanza de poder venderla tras dos años de tentativas infructuosas.
        Comenzaba a llover con fuerza, pero a Iris no le importó, y prosiguió su avance entre la hierba que casi le llegaba por la cintura. Soplaba un leve viento que alborotaba sus cabellos color azabache y sus ropas. En algunas zonas, sus deportivas se hundían parcialmente en el terreno, pero a Iris ni se le pasó por la cabeza detenerse.
        Unos cinco minutos después de comenzar a andar, divisó El Rincón. Tampoco había cambiado demasiado desde la última vez. Atardecía, y los densos árboles comenzaban a proyectar las sombras. Las mismas sombras caprichosas de antaño. La solitaria cruz de Draco se alzaba y también plasmaba en la hierba su diminuta silueta aumentada. Era como un cartel que rogase silencio, que proclamase descanso eterno. Algún grillo madrugador comenzaba a pregonar su canto al cielo, aún tímido, en algún lugar cercano. Iris comenzó a avanzar más rápidamente, reparando en que si no se daba prisa la noche la alcanzaría entre la hierba.
        Cuando alcanzó la cruz de Draco, cerró un momento los ojos tratando de recordar dónde había enterrado aquella lechuza. Creía que había sido unos pasos a la derecha del infortunado murciélago, así que comenzó a andar despacio en esa dirección. Tras haber recorrido sólo unos pocos metros, notó que pisaba un terreno notablemente más elevado, se detuvo y retrocedió.
·
        La nueva cruz disentía un tanto con su semejante, mucho más carcomida por el paso del tiempo pero aún firme. Aún así, Iris se sintió satisfecha y regresó al vehículo tras permanecer unos minutos en silencio, hechizada por aquel lugar tan especial. Su hechizo perduraba aunque casi todo a su alrededor hubiese caído en el olvido. Mientras avanzaba de regreso a través de la hierba, recordó la última conversación con su abuela: aquello de “actuar” u “olvidar”, y cómo su abuela le había asegurado que cada persona optaba por hacer una cosa u otra, y que no podía cambiarse porque formaba parte de nosotros. Iris, tras haberse empapado para colocar una simple cruz, pensó entonces que quizás su abuela se equivocaba.
        -          ¿Qué coño hacías? ¡Llevas media hora ahí arriba! – La reprimió Rubén, que ocupaba el asiento del conductor. Iris estaba empapada, y cuando aproximó su rostro al de ella para besarla suavemente en los labios, notó que también estaba helada.
        -          ¿En serio? ¿Tanto tiempo?
       -          ¿Por qué no me has dejado acompañarte? ¿Qué hay ahí arriba? ¿Un ex – novio salvaje o algo?
       -          No. – Rió ella. – Es demasiado largo y demasiado… increíble para poder contártelo. Prefiero guardármelo para mí. De verdad.
       -          Como digas. – Aceptó él. - ¿Nos vamos ya? – Propuso, mirando a Iris, que en aquel momento eliminaba el vaho condensado del cristal de la ventanilla con su mano, para poder tener una visión de la casa. – Vivías allí, ¿no?
        -          Sí. Cuando era una cría.
        -          ¿Con… tu abuela? – Indagó él temeroso. Con el tiempo había comprendido que aquel tema era delicado, casi tabú, para su chica.
        -          Murió allí. – Respondió ella, casi en un susurro. – Después nos fuimos y pusimos en venta la casa.
        -          Nunca me has contado… como murió. Aunque bueno, no me importa si no quieres hacerlo. Ya sabes que soy muy cotilla…
        -          Estaba muy enferma. Yo era una cría y no podía verlo, pero se consumía poco a poco. Un día una lechuza se posó en su ventana, y a la mañana siguiente murió.
        -          ¿Y… qué pinta la lechuza?
        -          Es una superstición. En los pueblos más antiguos de Asturias, se mantiene la creencia de que una lechuza cerca de una vivienda es un augurio de muerte.
        -          ¿Tú crees en eso?
        -          Ahora no. – Afirmó Iris, recordando en aquel momento la última expresión que había visto en el semblante de su abuela, mirando hacia la ventana aquella noche. Los ojos desmesuradamente abiertos, y un gesto en su boca que cada vez le parecía más de terror en sus recuerdos. – Pero creo que ella sí creía.
        -          Qué mal rollo. ¿Y tú viste a la lechuza?
        -          La había visto y me había dado mucho miedo. Cuando la abuela murió, estaba convencida de que la lechuza la había matado. Cosas de críos, ya  sabes. Así que me la cargué. Le pegué un tiro con la escopeta de mi padre. Cuando disparé me caí de culo, pero le di a la primera.
        -          Joder…
        -          Era una niña loca. En fín… ¿Nos vamos?
        -          Mejor nos vamos antes de que descubra que me acuesto con Terminator, sí.

domingo, 4 de julio de 2010

La lechuza (Parte 1/2)

        La pequeña Iris jugaba, como cada tarde después del colegio, por los alrededores de su casa. Era una chica bastante solitaria, o al menos más solitaria que los demás críos del pueblo, con los que no parecía mostrar demasiada afinidad. Pero sin duda era feliz. Cuando al filo de la noche regresaba a casa, justo cuando el olor de la cena comenzaba a expandirse por las estancias, traía siempre consigo esa sonrisa cansada y bobalicona de cualquier pequeño. Ver aquellos dientes blancos, aún perfectos, decorando su semblante aliviaba a sus padres. Que su hija apenas se relacionase con los demás chicos de su edad se tornó en algo secundario. Sólo sería una etapa de tantas que atravesamos en la infancia. En ello confiaban.
        La modesta vivienda que compartía con sus padres y su abuela había sido construida hacía más de medio siglo por su ya difunto abuelo. Iris apenas le recordaba. En muchas ocasiones, sus padres le contaban cosas de él, para despertar alguna imagen, algún recuerdo, pero ella sólo conseguía evocar algún detalle. La casa era pequeña y en las lluviosas noches de invierno a Iris le daba algo de miedo: la madera crujía, y el viento provocaba caprichosos gemidos entre las paredes. Cuando eso ocurría, Iris corría desde su cuarto hasta el de su abuela como si en ello le fuese la vida, para arrebujarse entre las sábanas y abrazar el cuerpo de la yaya. La anciana entonces le susurraba una historia bonita, sintiendo como su respiración volvía al ritmo normal poco a poco hasta que caía en un sueño profundo.

        Al exterior, la casa daba a un pequeño patio que se utilizaba como corral y a un prado lo suficientemente extenso como para que Iris se pasase las tardes correteando por él. En ocasiones, podía pasarse horas corriendo hasta caer exhausta. Otras veces, se detenía a observar algún insecto o a cazarlos, a recoger flores, o simplemente a observar el poblado desde un pequeño promontorio casi en los lindes del terreno.
        Aquella clara tarde, la primera del año que parecía advertir de la inminencia del verano, Iris se había entretenido en el corral, jugueteando con las gallinas y con los dos gatos negros de su abuela. Después, había subido a lo más alto del prado para ver cómo atardecía. Era algo que solía hacer bastante a menudo, cuando se sentía triste, o simplemente cuando quería pensar. Le gustaba ver variar las tonalidades del cielo, aunque siempre terminaba desviando su atención hacia sus pensamientos, y cuando se daba cuenta ya casi había anochecido. En aquella ocasión sucedió lo mismo, e Iris se dispuso a desandar la pequeña ladera. Cuando hubo llegado ya a la parte llana, escuchó un sonido claro procedente de los matorrales del este, como un crujido. No pudo evitar fijar su mirada en El Rincón. Casi siempre era imposible evitarlo, aunque su hechizo sólo duraba unos instantes. Iris apretó el paso y se encaminó a casa.
        Cuando ya había ascendido unos cuantos peldaños de la escalera que daba acceso a la casa, dos puntos brillantes llamaron su atención entre los árboles. Intrigada, se detuvo y desandó el camino hasta aproximarse a la zona. Aunque aún quedaban algunas tonalidades azules en el cielo, sobre todo al horizonte, la noche ya era inminente y entre aquella oscuridad Iris apenas podía distinguir algunas sombras. Sin embargo, y aunque débil, el brillo era delatador y continuó avanzando unos metros. Poco a poco, comenzó a ver dibujarse ante sí la peculiar silueta de un ave, casi escondida entre las ramas más bajas de un viejo árbol. Al menos, Iris recordaba que siempre había estado en aquel lugar. Continuó acercándose y segundos después pudo escuchar su aleteo sobre su cabeza. Los pequeños puntos brillantes habían desaparecido, y la muchacha comenzó a buscarlos de nuevo entre la oscuridad, sin éxito. Cuando ya se disponía a desistir y entrar en casa para cenar, pudo escuchar de nuevo cómo algunas ramas se agitaban al otro lado del patio. Dio unos cuantos pasos en la dirección conveniente y se detuvo. Aquella zona daba al camino que comunicaba con el resto del pueblo, y estaba mucho mejor iluminada. Hacía varios años, habían instalado una modesta farola, que ahora parecía antiquísima, casi en contacto con la fachada de la vieja casa. La luz que proyectaba permitió a Iris localizar a aquel extraño ave incluso antes de acercarse más. Se encontraba entre las ramas de otro de los árboles, pero en este caso no parecía esconderse. Más bien a Iris le pareció que incluso se erguía orgullosa entre las sombras. Aquello la inquietó, pero también lo hizo su aspecto: su primordial color blanco, pero sobre todo sus ojos: aquellos ojos enmarcados en una forma acorazonada, turbios, no demasiado grandes y tan negros como vacuos. La visión la aterró tanto que estuvo a punto de ahogar un grito que finalmente consiguió contener. Nerviosa, decidió no permanecer más tiempo en aquel lugar y entrar en casa.
         Durante la cena permaneció casi en absoluto silencio, y sus padres se percataron de que le ocurría algo. Cuando ella les contó lo que le acababa de ocurrir, se echaron a reír ante el completo desconcierto de su hija. Le explicaron que lo que había visto era una lechuza, un ave nocturna muy común, y que era completamente inofensiva aunque sus facciones fuesen poco menos que inquietantes. Iris no almacenó en su mente aquel nombre y simplemente se unió a las carcajadas para apartar el tema. En realidad no era con ellos con quienes quería hablar de aquel tema.
        La abuela ya había apagado las luces antes de que Iris entrase por la puerta, así que la negrura que reinaba en el cuarto sólo se veía quebrantada por los destellos de luz que de vez en cuando emitía el televisor. El calor era casi soporífero, porque la abuela siempre dormía con mantas y sábanas gruesas, fuese invierno o verano, pero Iris, aún empapada en sudor, estaba a gusto. En televisión echaban uno de esos programas en los que todos hablaban de todos y que hacían del sábado sin duda el día de la cultura.
        -          Qué callada estás hoy, ¿no? – Comentó la anciana rompiendo un silencio que se había prolongado casi desde que Iris había entrado en el cuarto.
        -          ¿Por qué lo dices, yaya?
        -          No lo sé. Normalmente cuando entras empiezas a contarme como una loca todo lo que has hecho por la tarde, cuántos saltamontes has cazado, cuántas veces te has tirado rodando desde la “montañita”, cuántas veces te han mandado callar en clase. Todas esas cosas. Hoy estás distinta. ¿Te pasa algo?
        -          Bueno, me ha pasado algo justo antes de entrar a casa, pero es una tontería.
        -          Bueno. Si es lo primero que me vas a contar de lo que has hecho esta tarde tiene que ser porque es importante. ¿Te apetece contármelo? – Preguntó con aquella voz trémula pero aterciopelada que era inconfundible. Iris sintió que admiraba a su abuela una vez más. Solía sentirlo una vez al día cada vez que se ponía a hablar con ella, y había llegado el momento. Con la yaya no era como con sus padres, no había “cuéntamelos”, había preguntas, no había obligaciones. Si a Iris no le apetecía hablar de algo, no se hablaba. La abuela sólo trataba con ella temas que la niña quisiese tocar.
        -          Es que… cuando bajaba para cenar, justo antes de entrar a casa, me he encontrado con un pájaro muy raro.
        -          ¿Un pájaro? ¿Qué pájaro era? ¿Qué pasa con él?
        -          Me dio mucho miedo. Parecía que me estaba vigilando. Mamá sabe cómo se llama, me lo dijo mientras cenábamos pero ya no me acuerdo. Pero me dijo que era un pájaro bueno.
        -          Casi todos los pájaros son buenos, como casi todos los animales. Son mucho más buenos que las personas. ¿Qué tenía el pájaro que te dio tanto miedo?
        -          No lo sé explicar, pero me dio muy mala espina. ¡Era muy feo! Mamá dice que era un pájaro de por las noches. Seguro que por el día no sale para no asustar a los demás pájaros.
        -          ¡No seas mala! – La reprimió la anciana alborotándole el pelo y articulando una carcajada que se vio interrumpida por un acceso de tos que duró unos segundos. – Seguro que no es por eso, les gustará más la noche. Además, no todo lo que nos parece bonito es bueno y lo que no nos lo parece es malo.
        -          ¿Cómo se sabe si algo es bueno o es malo, abuela?
        -          Si te hace daño es malo. Hasta ese momento, es mejor pensar que todo es bueno. – Replicó la anciana en un tono casi lapidario. Iris se quedó pensando unos instantes, con la mirada perdida en aquella oscuridad que ya era el techo de la habitación. Su respiración se había acelerado un tanto al recordar el episodio que la había intranquilizado, pero ahora parecía volver a relajarse poco a poco. Se sucedió un largo silencio hasta que Iris planteó otra nueva pregunta:
        -          Y… ¿qué hay que hacer si algo nos hace daño?
        -          Pues… depende de cada uno. Pero, normalmente, o bien actúas, o bien olvidas el daño.
        -          ¿Actuar? Creo que me he perdido…
        -          Bueno. Imagínate que en tu clase hay un chico que no deja de meterse contigo, te pega y te insulta día tras día. ¿Qué harías?
        -          Le daría una patada entre las piernas, que dicen que duele mucho.
        -          Entonces, tú eres una persona de actuar. – Afirmó la abuela sin poder reprimir una risa ahogada.  – Si en lugar de eso lo hubieses dejado estar y te hubieses olvidado de él, serías una persona más bien de olvidar.
        -          ¿De verdad hay personas así? – Se extrañó Iris. - ¿Son tontas?
        -          Son diferentes. Yo soy una de ellas. Aunque a lo mejor sí que somos un poco “tontos”, como tú dices.
        -          Tú no eres tonta, abuela. Tú eres buena.
        -          Son cosas mucho más parecidas de lo que crees, pequeña. – Explicó la abuela, mientras acariciaba la sudorosa mejilla de su nieta. - ¿Te acuerdas de Draco?
        -          Hoy he pasado por El Rincón. Me he quedado mirando un ratito. – Reconoció Iris, y su rostro se contrajo en una mueca de tristeza. – Matar a alguien también es “actuar”, ¿no?
        -          Sí, pequeña, también es actuar.
        -          ¿Y no se puede cambiar? ¿No se puede dejar de “actuar” para “olvidar”?
        -          No. Forma parte de nuestra manera de ser.
        -          ¡Pero a mí no me gustó matar a Draco!  - Sollozó Iris, que dio la espalda a la anciana y refugió su rostro en la mullida almohada, dejando que se mojase con sus lágrimas.
        -          ¡Oh, venga! ¿Aún sigues pensando en eso? Eras muy pequeña, Iris.
        -          ¡Pero le maté! ¡Pensé que era como un vampiro de las películas y le maté!
        -          Y te pedí que lo enterrásemos juntas, aunque sólo fuese un murciélago, ¿te acuerdas? ¿Y te acuerdas por qué hicimos aquella cruz?
        -          Sí. – Recordó Iris mientras se daba la vuelta y se secaba con las mangas las lágrimas que aún resbalaban por su rostro. – Porque a la gente que no se merece morir y muere hay que enterrarla bajo una cruz. Para que Dios lo tenga en cuenta.
        -          Eso es. ¿Y la cruz sigue allí?
        -          Claro.
        -          Pues entonces no te preocupes. Seguro que le están tratando muy bien en el cielo. Y no llores más.
        -          Vale. – Aseguró Iris, que terminó de secarse las lágrimas y abrazó a su abuela con mucha fuerza. Las manos de la mujer estaban calientes y con el leve temblor habitual.
        Allí se quedaron ambas, casi en estado de duermevela, hasta que Andrea, la madre de Iris, abrió la puerta y se asomó al interior de la habitación. Encendió las luces. En aquel momento la anciana continuaba despierta.

        -          Hija, es muy tarde. ¿Por qué no dejamos dormir a la abuela?
        -          Vale. – Accedió la muchacha a regañadientes. Se desperezó, se acercó a la abuela y le estampó un beso en la mejilla. Le dio las gracias y las buenas noches. Mientras caminaba hacia la puerta, cubriéndose el rostro con la mano para que la luz no le molestase en los ojos, pasó frente a la pequeña ventana que mostraba un fragmento de noche. Y la vio: Allí estaba postrada, sobre el vano, la lechuza. Y miraba hacia el interior con aquellos ojos oscuros, estudiosos e intrigantes que parecían los mismos ojos de la oscuridad. Iris se volvió hacia el lecho de su abuela que entonces la miraba alejarse con ternura: - ¡Mira abuela! ¡Es el pájaro, el de antes!
        Su abuela no dijo nada, pero giró el cuello lo suficiente como para dirigir su mirada hacia el punto que su nieta le señalaba. Iris no tuvo tiempo a ver mucho más, porque su madre tiró de ella con fuerza hacia la puerta. Pero, mientras la anciana observaba el pájaro, sí pudo ver fugazmente que separaba levemente los labios y abría mucho los ojos, casi de forma desorbitada, en una mueca que nunca había visto en su abuela. Cuando llegó a su habitación, intentó dormir sin conseguirlo durante toda la noche.