Billy abrió los ojos y observó sólo la oscuridad más absoluta. Giró sobre el colchón por enésima vez aquella noche hasta situarse boca arriba. Allá donde debía estar lo infinito del color blanco del techo, él sólo apreciaba una negrura anodina. El cansino avanzar de las agujas de su despertador, un chasquido casi inapreciable, conseguía sin embargo incomodarle. Afuera, el aire hacía temblar de cuando en cuando las persianas.
Billy no recordaba haber conseguido nunca pegar ojo durante la noche de Navidad. Permanecía siempre despierto, atento a cualquier mínimo ruido o movimiento que pudiese revelar la presencia de Santa Claus. Ello, unido a esa mezcla entre excitación e incertidumbre sobre los regalos que le aguardarían al amanecer le impedían dormir siempre.